Capítulo 1: El Eco del Cáliz

Esa noche los gritos rasgaron la niebla como cuchillos, y Lira se agazapó tras un barril podrido, el olor a hierro y ceniza quemándole la garganta. Al tocar el amanecer, los Guardianes de la Luz irrumpieron en la aldea con sus capas blancas salpicadas de sangre y sus espadas centelleando con un fulgor fantasmal. "¡Buscad a la chica!" rugió el capitán, su voz cortando el alba. "¡Tiene el don prohibido!."

El corazón de Lira golpeó contra sus costillas, un eco roto del yunque cantarín que aún resonaba en sus oídos. Todo había comenzado la noche anterior: un golpe de su padre, ebrio y furioso, y luego esa chispa imposible —luz dorada brotando de sus dedos, una sombra alzándose del polvo como un lobo hambriento—. Él la había mirado con terror, murmurando el nombre de su madre antes de desplomarse. Pero alguien más lo vio. Unos ojos en la ventana. Y ahora la cazaban.
Un relincho cortó el aire, botas crujieron sobre la grava. El Corazón Umbrío estaba cerca, más allá de los campos marchitos, un bosque del que nadie regresaba. Quedarse era morir quemada; huir, su única apuesta. Corrió, el barro salpicándole las piernas, hasta que el silencio del bosque la envolvió, pesado y goteante.

Tropezó frente a una cripta hundida, sus estatuas sin rostro custodiando un cáliz cubierto de enredaderas. Lo arrancó de la tierra —bronce frío, runas gastadas, un susurro en su mente: “Bebe y recuerda”—. El líquido negro en su interior se agitó, reflejando sus ojos grises y aterrados.

Un crujido detrás de ella la hizo girarse. Una figura emergió de la niebla: un chico, no mucho mayor que ella, con una capa oscura rasgada y el cabello negro pegado a la frente por la lluvia. En su mano derecha sostenía una espada mellada, su hoja brillando con un fulgor tenue, como si las sombras mismas la hubieran forjado. Sus ojos, de un verde profundo, la recorrieron con desconfianza.

"¿Qué haces aquí?" Su voz era áspera, pero había un temblor en ella, como si él también estuviera huyendo.

Lira apretó el cáliz contra su pecho. "No es asunto tuyo."

Él dio un paso adelante, y la espada zumbó, un sonido bajo que hizo que el aire se espesara. "Ese bosque no es lugar para una niña con un juguete viejo. Vete antes de que te encuentren."

"¿Quiénes?" preguntó ella, aunque sabía la respuesta. Los cascos de los caballos resonaban más cerca, al borde del bosque.

El chico maldijo entre dientes y miró hacia atrás. "Guardianes. O algo peor." Sus ojos se posaron en el cáliz, y por un instante, su rostro se endureció. "¿Dónde encontraste eso?"

Antes de que pudiera responder, el suelo tembló. De entre los árboles surgió una forma: un ciervo, pero no como los que Lira había visto en los campos. Su cornamenta estaba rota, sus ojos brillaban con una luz blanca cegadora, y su piel colgaba en jirones, dejando ver hueso y músculo podrido. Un chillido inhumano escapó de su garganta mientras cargaba hacia ellos.

Lira retrocedió, el cáliz cayendo de sus manos. El líquido negro se derramó, y donde tocó la tierra, una sombra se alzó, alta y sin forma, con garras que rasgaron el aire. El chico levantó su espada, pero fue Lira quien actuó primero. Sin pensarlo, extendió las manos, y una luz dorada brotó de sus palmas, mezclándose con la sombra del cáliz. La criatura se detuvo, atrapada entre ambas fuerzas, antes de desplomarse en un montón de cenizas húmedas.

El silencio volvió, pesado como una losa. El chico la miró, su espada aún en alto, la respiración entrecortada. "¿Qué eres?" susurró.

Lira no respondió. Sus manos temblaban, y el cáliz yacía a sus pies, intacto, como si esperara algo más. El bosque pareció cerrarse a su alrededor, las linternas oxidadas colgando de las ramas parpadeando con una luz verdosa. Los cascos se desvanecieron en la distancia, pero ella sabía que no estaba a salvo. No aquí. No con él mirándola como si fuera un monstruo.

Y entonces, desde las profundidades del Corazón Umbrío, un eco resonó: el sonido de algo antiguo despertando.


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