Capítulo 4: Bajo el Peso de las Ruinas

 

La lluvia había cesado, pero el aire del ancestral bosque del Corazón Umbrío seguía cargado de humedad, un frío que se pegaba a la piel como una segunda capa. Lira y Kael se detuvieron en un claro rodeado de pilares rotos, restos de lo que alguna vez pudo ser un templo. Las columnas, cubiertas de hiedra negra y musgo, se inclinaban como ancianos exhaustos, y entre ellas yacía un altar de piedra agrietada, su superficie manchada por siglos de sacrificios olvidados. Una linterna oxidada colgaba de un gancho torcido sobre el altar, su luz verdosa parpadeando débilmente, como el último aliento de un moribundo.

Lira se dejó caer contra una de las columnas, el Collar de los Ecos golpeando contra su pecho. Su cabeza aún latía, un eco del dolor que la había derribado tras usar su poder, y sus dedos temblaban al limpiarse la sangre seca bajo la nariz. Kael se quedó de pie, a pocos pasos, envainando su espada con un movimiento brusco. La herida en su brazo goteaba lentamente, tiñendo de rojo oscuro el borde de su capa.

"Deberías quitártelo," dijo él, su voz baja pero cortante. Sus ojos verde estaban fijos en el collar, en el colgante de obsidiana que parecía absorber la luz a su alrededor.

Lira lo miró, desafiante. "No me digas qué hacer." Sus dedos rozaron la cadena de hierro, helada y rugosa, y el susurro volvió, débil pero insistente: “Libérame”. Apartó la mano como si quemara, pero no se lo quitó. "Me salvó. Nos salvó."

Kael soltó una risa seca, sin humor. Se acercó al altar, apoyando una mano en la fría piedra mohosa y bajó la mirada. "Los Tejedores tenían artefactos como ese. Reliquias que prometían poder y te arrancaban el alma a cambio. Vi a mi hermano…" Se detuvo, apretando los dientes, y el silencio se llenó con el crujir de las ramas movidas por un viento invisible.

Lira frunció el ceño, inclinándose hacia adelante. "¿Qué le pasó a tu hermano?"

Él no respondió de inmediato. En lugar de eso, arrancó un trozo de musgo del altar y lo deshizo entre sus dedos, dejando que cayera al suelo como ceniza verde. "Era más joven que yo. Doce años. Los Tejedores lo eligieron para un ritual, algo sobre despertar una sombra antigua. Le dieron un anillo… parecía inofensivo, como tu collar. Cuando lo usó, su piel se volvió gris, sus ojos se vaciaron. Lo mataron cuando no pudo soportarlo más. Dijeron que era débil."

La voz de Kael tembló al final, y Lira sintió un nudo en el pecho. Quiso decir algo, pero las palabras se le atoraron. En cambio, se levantó y se acercó a él, deteniéndose a un paso. "Lo siento," murmuró, y sonó vacío, pero era todo lo que tenía.

Él giró la cabeza, mirándola de reojo. "No lo sientas. Solo no termines como él." Sus ojos bajaron al cáliz atado a su cinturón, luego al collar. "Esos objetos no son regalos", dijo. "Son prisiones para el alma."

Lira apretó los labios, el peso de sus palabras hundiéndose en ella. Tocó el cáliz con dedos vacilantes, recordando su propio susurro: “Bebe y recuerda”. "¿Y si no tengo elección? Mi pueblo… mi padre… todos me temían antes de que los Guardianes llegaran. Esto—" señaló el collar y el cáliz— "es lo único que me queda."

Kael se giró completamente hacia ella, y por un instante, sus rostros estuvieron demasiado cerca. La vetusta linterna parpadeó, proyectando sombras que danzaron sobre sus facciones. "No es lo único," dijo, casi en un susurro, y sus dedos rozaron el brazo de Lira, un contacto breve pero cálido contra el frío del bosque.

Ella apartó la mirada, el corazón acelerándose sin permiso. El silencio se alargó, pesado como la niebla que los rodeaba, hasta que Lira habló, su voz apenas audible. "Mi madre murió al darme a luz. Mi padre decía que yo la maté, que traje una maldición. Tal vez tenía razón. Tal vez por eso puedo hacer… esto." Alzó una mano, y una chispa de luz brotó, seguida de una sombra que se enroscó como humo antes de desvanecerse.

Kael la observó, su expresión suavizándose por primera vez. "No eres una maldición. Eres… algo que no entiendo. Pero no estás sola en esto." Dio un paso atrás, rompiendo el momento, y señaló el altar. "Ahora descansa. Necesitamos movernos al amanecer, antes de que nos encuentren otra vez."

Lira asintió, sentándose junto al altar. Sacó el cáliz de su cinturón y lo colocó frente a ella, estudiando las runas desgastadas bajo la luz vacilante. El collar seguía colgando, su obsidiana brillando como un ojo que la vigilaba. Kael se sentó a su lado, a una distancia cuidadosa, y limpió la sangre de su brazo con un trapo rasgado de su capa.

Mientras el bosque crujía a su alrededor, Lira sintió el peso de sus palabras: no estaba sola. Pero el Collar de los Ecos zumbó contra su piel, y una imagen fugaz cruzó su mente: ella y Kael, de pie en un campo en llamas, mirándose con lágrimas en los ojos antes de que todo se oscureciera. Sacudió la cabeza, apartando la visión, pero una certeza helada quedó atrás. Fuera lo que fuera lo que los unía, no era solo este bosque. 

Era algo más antiguo, algo que aún no podían nombrar.


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